Uno
de los argumentos “fuertes” de la extrema derecha antisemita
contemporánea, que precede incluso a la aparición del Nazismo e incluso a
la formación de las corrientes conservadoras que con el tiempo
terminarían evolucionando hacia lo que hoy es el extremismo
fundamentalista radical de derecha que se ve así mismo como dizque muy
cristiano, es la añeja acusación en contra de los judíos colgándoles a
todos ellos la culpa por haber matado a su propio Mesías, por haber
matado a Jesús de Nazareth, por haber matado a Dios, colgándoles el
epíteto de “pueblo deicida”. El argumento del deicidio es uno de los
temas más utilizados por la ultraderecha nacional mexicana y por la
ultraderecha fascista mundial para darle sustento a sus fantasías locas
acerca de la existencia de una gran “conspiración judía masónica
comunista” según la cual los judíos, impulsados por una convicción
mesiánica que los hace creer que ellos son los elegidos del Supremo
Hacedor para dominar al mundo, al presentarse Jesús de Nazareth ante
ellos proclamándose como el Mesías anunciado por los profetas y al no
llevarlos al dominio del mundo como lo esperaban, le dieron muerte
convirtiéndose de este modo en deicidas
(la palabra significa “asesinos de Dios”, derivada del griego “caedo”
que significa matar y “Deus” que significa Dios). El objeto de esta
acusación generalizada es crear
un odio intenso en contra de cualquier judío por el solo hecho de ser
judío, justificando los linchamientos de judíos que se han llevado a
cabo a lo largo de la Historia tales como los famosos progromos efectuados en Rusia.
La acusación generalizada del deicidio formulada en contra de los judíos siempre fue una burda farsa producto de una distorsión grotesca de la realidad histórica, una acusación nutrida y fomentada entre gente ignorante que sabe tanto de la historia de su propio país como lo que pueda saber de la física atómica o de la biología genética. Recientemente, de la Iglesia Católica llegó lo que puede ser considerado uno de los mensajes más claros de repudio hacia la vil táctica ultraderechista de calificar a todos los judíos como el “pueblo deicida”. Y este repudio llegó directamente de la máxima autoridad que pueda haber dentro de la Iglesia Católica, el mismo Papa Benedicto XVI:
La acusación generalizada del deicidio formulada en contra de los judíos siempre fue una burda farsa producto de una distorsión grotesca de la realidad histórica, una acusación nutrida y fomentada entre gente ignorante que sabe tanto de la historia de su propio país como lo que pueda saber de la física atómica o de la biología genética. Recientemente, de la Iglesia Católica llegó lo que puede ser considerado uno de los mensajes más claros de repudio hacia la vil táctica ultraderechista de calificar a todos los judíos como el “pueblo deicida”. Y este repudio llegó directamente de la máxima autoridad que pueda haber dentro de la Iglesia Católica, el mismo Papa Benedicto XVI:
El Papa exonera a los judíos por la muerte de Jesús
Associated Press
2 de marzo del 2011
El papa Benedicto XVI hizo una amplia exoneración del pueblo judío en la muerte de Jesucristo en un nuevo libro, en el que desarrolla una de las cuestiones más controversiales y críticas de la cristiandad.
En “Jesús de Nazaret”, del cual se difundieron algunos pasajes el miércoles, el pontífice apela a un análisis bíblico y teológico para explicar por qué no tiene fundamento la afirmación de que los judíos como pueblo fueron responsables por la muerte de Jesús.
Las interpretaciones contrarias se han empleado durante siglos para justificar la persecución de los judíos.
Mientras el Vaticano se ha hecho eco de la conclusión de Benedicto XVI desde hace mucho tiempo, estudiosos judíos dijeron que el argumento desarrollado por el Papa de origen alemán era significativo y contribuirá a combatir el antisemitismo.
“Hay una tendencia humana natural a dar las cosas por sentadas y muy a menudo esto deriva en una falta de lucidez y conciencia” sobre el riesgo del antisemitismo, afirmó el rabino David Rosen, director de asuntos interreligiosos en el Comité Judío Americano y líder en el diálogo judío con el Vaticano.
Señaló que el Vaticano emitió su documento más autorizado sobre la materia en 1965, “Nostra Aetate”, que revolucionó las relaciones de la Iglesia católica con los judíos al afirmar que la muerte de Cristo no podía ser atribuida a los judíos como pueblo ni en esa época ni en la actualidad.
Rosen agregó que las palabras del Papa podrían tener una incidencia mucho mayor debido a que los fieles tienden a leer las Escrituras y comentarios más que los documentos eclesiásticos, en particular los antiguos.
Pero si los judíos no mataron a Jesús de Nazareth, ¿entonces quiénes lo mataron?
Cuando Jesús vino al mundo y convivió entre nosotros, llegó en una
época particularmente difícil. El hombre ya no estaba en su etapa de
Cromagnon, pero tampoco había comunicaciones masivas. Al proclamar Jesús
la igualdad de los hombres ante Dios, elevando al pordiosero a la
altura del mismo Emperador romano a quien se le consideraba divino, ese
mensaje representaba ya de por sí un desafío a los romanos que tenían
ocupada la Palestina. Tarde o temprano los romanos hubieran ido tras él
aunque los fariseos y los sacerdotes del Gran Sanedrín
se hubieran quedado cruzados de brazos sin hacer nada. En cierta
forma, en el mensaje mismo de Jesús ya estaba sellada su suerte, y eso
es algo que Jesús siempre supo. Pero encima de esto, al proclamar su
calidad como Hijo Unigénito del mismo Dios con la capacidad para
perdonar pecados (de acuerdo a las creencias judías, sólo Dios tiene la
facultad y el poder para otorgar el perdón de los pecados), podía dar
por hecho seguro de que tendría en su contra a la aristocracia
sacerdotal judía de aquél entonces. Y la transgresión por la cual sería
acusado por esa aristocracia sacerdotal es exactamente la misma
transgresión por el cual la Iglesia Católica en otros tiempos envió a
una buena cantidad de acusados a la hoguera con la ayuda del Tribunal
del Santo Oficio: blasfemia y herejía. Esto, desde luego, no es
privativo de esas épocas históricas en esa región del mundo. En su obra
Sinhué, el egipcio inspirada
en el faraón Akenatón de quien se dice que fue el primer gobernante
monoteísta de Egipto, Mika Waltari describe un triste fin para el
faraón que según él se anticipó a la proclamación de un sólo Dios
universal y único. Y aunque buena parte de la obra de Mika Waltari es
ficción, lo que no es ficción es que en esos tiempos en casi cualquier
parte del mundo a cualquiera que hubiera ido contra la corriente le
esperaba un mal destino. Si entre los Aztecas hubiera surgido alguien
poniendo en duda toda la mitología azteca ofreciendo una visión
religiosa diferente, sin duda el Gran Tlatoani
lo habría ordenado ejecutar de alguna manera indigna por haber
incurrido en blasfemia y herejía. Si en los tiempos de Mahoma alguien
hubiera proclamado entre los musulmanes a Vishnú
como el dios verdadero, no se requiere mucha imaginación para saber lo
que le habría acontecido a tal predicador al terminar enjuiciado por
una comunidad musulmana o inclusive por el mismo Mahoma, acusado de
blasfemia y herejía. En esos tiempos, ir en contra de la corriente en
cuestiones religiosas significaba una muerte segura, a diferencia de lo
que sucede hoy en día en donde si alguien se proclama mensajero divino
puede terminar ya sea recluído por sus propios familiares en un
manicomio o puede terminar convirtiéndose en multimillonario como Sun Myung Moon y muchos otros “profetas” que lucran con la fé de los demás.
En rigor de verdad y de acuerdo a los Evangelios, Jesús no andaba yendo
de un lugar a otro proclamándose de inicio como el Mesías. Tan es así
que de acuerdo con el Evangelio según San Marcos (Marcos 8:29) cuando
le preguntó a sus discípulos “¿quién decís que soy yo?”, el único que
acertó con la respuesta correcta fué Simón el pescador, a lo cual Jesús
le dijo lo que se reproduce a continuación tomado directamente de los
textos (Mateo 16, 13-19):
En aquel tiempo, (13) llegó Jesús a la región de Cesarea de Felipe y preguntaba a sus discípulos:
— ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?
(14) Ellos contestaron:
— Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.
(15) Él les preguntó:
— Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
(16) Simón Pedro tomó la palabra y dijo:
— Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.
(17) Jesús le respondió:
— ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo.
(18) Ahora te digo yo:
— Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará.
(19) Te daré las llaves del Reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.
Es precisamente aquí cuando se funda la Iglesia Católica y Simón el pescador se convierte en Petro,
la piedra angular de la Iglesia, el primer obispo, el principal
encargado de la diseminación del Evangelio, el apóstol que con tal
misión se trasladaría hasta el mismo corazón del Imperio Romano para
morir en la obra tras haber fundado los cimientos que conmocionarían a
la historia misma de la humanidad entera como nadie lo ha hecho desde
aquél entonces.
Y Pedro Simón era un judío, al igual que todos los demás apóstoles.
El
caso es que, al ser confrontado por sus acusadores en el Gran
Sanedrín, y presuntamente al aceptar ser el Hijo Unigénito de Dios ante
la casta sacerdotal, la ira de estos cayó de inmediato sobre Jesús. Sin embargo,
y aunque no les hubieran faltado ganas de condenar a Jesús a su muerte
por incurrir en los delitos de blasfemia y herejía, los sacerdotes
estaban atados de manos en virtud de la ocupación romana, la aplicación
de este tipo de castigo inclusive para este tipo de delitos era
atribución exclusiva de los romanos. Es por ello que tuvieron que
recurrir trasladar a Jesús primero ante Herodes para ver si él tenía
atribuciones para tal cosa, y como no las tenía, se lavó las manos y
envió a Jesús al romano Poncio Pilatos, al cual se le ha pretendido
aminorarle su culpa histórica mediante el argumento de que Pilatos no
quería cargar sobre su conciencia el acto de crucifixión de un
predicador optando mejor por lavarse las manos del crimen. Sin embargo,
Jesús no fue ni el primero ni el único que fue crucificado en Palestina
en los tiempos de Poncio Pilatos; ya que Pilatos envió a su crucifixión a
muchos otros, y muchos historiadores tienen la certeza de que a base de
tantas crucifixiones Pilatos había desarrollado una indiferencia hacia
la atrocidad de este castigo, del mismo modo que al que ya ha asesinado
por lo menos una vez no le resulta tan difícil cometer su segundo
asesinato así como todos los asesinatos posteriores. ¿Por qué habría de
sentirse tan culpable en enviar a su crucifixión a un predicador un
procurador romano para el cual las crucifixiones llevadas a cabo bajo su
mando eran su modo de vida? Y no hay que olvidar que los bárbaros
latigazos que le fueron dados a Jesús (los romanos no usaban una simple
correa hecha de cuero, usaban una correa revestida de clavos y picos
metálicos puntiagudos con la finalidad de penetrar en la carne y sacarla
fuera una vez dado el latigazo) fueron latigazos ordenados por el mismo
Poncio Pilatos. Si Jesús no hubiera muerto en la cruz, posiblemente
habría muerto a consecuencia de los latigazos, de tal dureza era el
castigo. Y este suplicio jamás fue algo que practicaran entre las
comunidades judías de antaño para imponer un castigo, el látigo romano
era un tormento romano de principio a fin, imposible intentar echarle la
culpa a los judíos por ello. ¿Por qué habría de sentir culpabilidad
alguna en el caso de Jesús un procurador romano que hacía tales cosas?
Y si bien ultimadamente fue una chusma enardecida la que pidió la
crucifixión de Jesús, no es posible aceptar que entre esa chusma
estuvieran los muchos enfermos que fueron sanados por Jesús, ni los
muchos que ya se habían convertido hacia su mensaje. Estos no fueron los
que condenaron a muerte a Jesús. El que condenó a muerte a Jesús fue
un procurador romano investido con los poderes otorgados por el Senado
Romano y por el Emperador romano para tal cosa. Los que clavaron a Jesús
en la cruz fueron soldados romanos al servicio del Imperio Romano.
Obviamente los primeros cristianos, que estaban interesados en extender
el mensaje de fé de Jesús a través del Imperio Romano, no insistieron
mucho en estarle echando la culpa y en estarle echando en cara a los
romanos que fueron ellos los
que clavaron a Jesús en la cruz, ellos y no los judíos, esto no era
bueno para las “relaciones públicas” con los romanos a los cuales
querían convertir al cristianismo.
Veamos lo que nos comenta el siguiente editorialista:
El pueblo deicida
Miguel Angel Granados Chapa
Plaza Pública
29 de marzo del 2002
Nadie puede ser inteligente y sensible todo el tiempo y respecto de todas las cosas. Ni siquiera José Saramago, cuya prosa admirable, generosa imaginación y pensamiento profundo tanto bien ha prodigado a sus lectores.
Se ha equivocado al comparar la ocupación israelí de territorios palestinos con el exterminio de judíos en Auschwitz. Cayó en una grave imprecisión histórica porque, examinados uno a uno los rasgos que componen cada momento, no guardan parentesco alguno. Pero, sobre todo, como lo ha dictaminado Amos Oz, su par en el espíritu, incurrió en una terrible ceguera moral. Es inexcusable la presencia judía en los territorios ocupados, y lo es en mayor medida la destrucción de vidas y esperanzas que las represalias del Ejército de Israel practican sistemáticamente desde hace más de un año.
Injustificadas una y otras, tienen una explicación: Israel ganó en guerras defensivas tierras de las que debió retirarse inmediamente después de su triunfo, en acatamiento a disposiciones de la ONU. En vez de hacerlo admitió que se practicara un expansionismo inaceptable mediante la fundación de colonias que están en peligro permanente, porque son una provocación permanente. Han dado motivo a tensiones que repetidos intentos de paz no pudieron mitigar, ni siquiera cuando fue devuelta a Palestina una porción de la tierra ocupada manu militari. Una calculada provocación del general Ariel Sharon, que lo condujo a encabezar el gobierno, fue el ingrediente que faltaba en la mezcla de la explosiva situación presente: una guerra que todos los días siega vidas y exacerba odios inarrancables. Las víctimas de Auschwitz estaban todas condenadas a muerte. Más de un millón de personas, el ochenta por ciento judíos, fueron asesinados allí. Vejados, disminuidos, destrozados, su exterminio formaba parte de la Solución final, la siniestra maquinación nazi que pretendió eliminar a todo hebreo viviente y que alcanzó a asesinar a 6 millones. La intensión, la magnitud, el método de la destrucción en Auschwitz son incomparables, aunque ello en nada atenúa su propia gravedad, con la muerte de palestinos. No en balde Elie Wiesel, como Saramago Premio Nobel, y superviviente de aquel campo de la muerte demoniaca pudo escribir, con el corazón arrncado, que “en Auschwitz no sólo murió el hombre sino también la idea del hombre”. Una sola víctima palestina no importa menos que seis millones de judíos. Pero tampoco son menos importantes las víctimas del terrorismo palestino, como las causadas apenas anteayer en un hotel de Netania. El atentado suicida, que provocó por lo menos 16 muertos y más de cien heridos, ocurrió mientras Saramago y otras figuras célebres expresaban en Gaza y Cisjordania su solidaridad a los palestinos. Personas dedicadas a la creación, su espíritu debería permitirles comprender que no es necesario minusvaluar el dolor ajeno para subrayar el que se toma como propio. Aunque no sea banal en modo alguno la muerte y la pesadumbre palestina, la comparación de Saramago conduce a justificar la muerte y la pesadumbre de judíos, en 1945 y ahora. Una expresión así alimenta esa perversión, esa enfermedad llamada antisemitismo.
Estas líneas aparecen el Viernes Santo, el día en que los cristianos recuerdan la crucifixión de quien su fe les dice que es Dios hecho hombre. El aceptado sacrificio de Jesús fue un acto de amor a la humanidad que, sin embargo, generó después una concepción abrumadoramente torpe y absurda, provocadora de consecuencias atroces, la de que los judíos todos, los de aquella época y los de todos los tiempos, son culpables personalmente de la muerte de Cristo. Todavía en mi adolescencia el rito funerario de esta fecha incluía una referencia a “los pérfidos judíos”.
Leo en estos días, por instrucciones de don Julio Scherer, una biografía de Eugenio Pacelli, Pio XII, El Papa de Hitler. El título condensa la terrible conclusión del autor John Cornwell, historiador católico, profesor en Cambridge. Su propósito inicial era escribir un libro que permitiera formarse “una idea imparcial de Pacelli” y acaso aliviara su imagen de pontífice intolerante. Pero al cabo de una indagación que le causó un “shock moral”, comprobó que el exhaustivo material “no conducía a una exoneración sino por el contrario a una acusación aun más grave contra su persona”. En su propósito de reafirmar el poder papal, Pio XII condujo “a la Iglesia católica a la complicidad con las fuerzas más oscuras de la época”. Cornwell halló pruebas “de que Pacelli había mostrado desde muy pronto una innegable antipatía hacia los judíos, y de que su diplomacia en Alemania en los años treinta le había llevado a traicionar a las asociaciones políticas católicas que podrían haberse opuesto al régimen de Hitler e impedido la Solución final”.
No es una noción nueva. Ya el célebre teólogo suizo Hans Kung había expuesto algunas de sus líneas fundamentales, incluido el hecho evidente de que Roma no reconoció a Israel sino hasta después de 1958, año en que murió Pio XII. Su sucesor Juan XXIII caminó en dirección contraria e impulsó el Concilio Vaticano II, una de cuyas conclusiones, que ya no pudo conocer, decreta que la muerte de Cristo “no puede ser imputada ni indistintamente a todos los judíos que vivían entonces ni a los de hoy” y que por lo tanto debe suprimirse la idea de que los judíos “sean réprobos de Dios y malditos”.
Sólo en 1965 hizo la Iglesia católica esta proclamación, contraria a una creencia que produjo infinito dolor.
¿Quién mató a Jesús de Nazareth?
Los romanos. Simple y sencillamente, los romanos.
Independientemente del juicio que se llevó a cabo en contra de Jesús
en el Sanhedrín bajo la máno férrea del Sumo Sacerdote, bajo Anás y
Caifás, el juicio que condenó a Jesús de Nazareth a su muerte fue un
juicio romano de principio a fin, llevado a cabo por un procurador
romano, Poncio Pilatos, como también lo fué el bárbaro método utilizado
para la aplicación del castigo. La crucifixión jamás fue un método de
castigo utilizado por los judíos de aquellos tiempos, y la gran mayoría
de los judíos se habrían horrorizado de ver a uno de ellos clavado en
una cruz por grande que hubieran sido los delitos de los que se le
acusaba al ajusticiado. La cruxificción fue un método de ejecución
romano en su totalidad, el cual sin embargo no fue idea original de
ellos ya que el mismo Alejandro Magno lo llegó a utilizar ampliamente
en sus guerras de conquista. Pero entonces, ¿por qué echarle toda la
culpa a los judíos del asunto? Por la simple razón de que la conversión
del Imperio Romano hacia el Cristianismo se llevó a cabo oficialmente
bajo el Emperador Constantino,
el cual de cualquier modo se mantuvo como un pagano hasta su lecho de
muerte en donde tuvo que ser bautizado a toda prisa para que pudiera él
también morir como un cristiano. Constantino, un político pragmático,
necesitaba llevar a cabo una refundación de Roma sobre nuevas bases, y
la mitología romana basada en la mitología griega con su colección de
fábulas y dioses y semidioses ya no servía para tal propósito. Y justo
en esos tiempos paganos encontraba eco en el Imperio Romano el mensaje
de un predicador judío que proclamó la existencia de un solo Dios,
todopoderoso, creador de Cielo y Tierra, de todo lo visible y lo
invisible, el Dios de los judíos que ahora por obra de Jesús extendía el
pacto y el mensaje hacia la humanidad entera. Este era justo el
mensaje que Constantino necesitaba para refundar al Imperio Romano bajo
una nueva religión que unificara a todo el imperio. Pero persistía el
espinoso problema de que ese predicador judío que en su momento se
proclamó como el Mesías fue juzgado por un tribunal romano y crucificado
en una cruz romana bajo la custodia de soldados romanos. ¿Cómo
quitarle de encima este enorme peso al Imperio Romano? Pues de la
manera más sencilla; echándole la culpa en su totalidad a los mismos
judíos de la pasión y muerte del Maestro de Nazareth. Visto desde esta
óptica, fue el mismo Constantino el que le echó el peso de la culpa a
los judíos en su totalidad, inclusive al 99 por ciento de aquellos que
por no vivir en Jerusalén ni estuvieron presentes en los juicios en los
cuales Jesús fue condenado a muerte ni tuvieron cosa alguna que ver
con la crucifixión en sí. Así de fácil. Todos deicidas, todos malos.
Cuesta trabajo creer que esta filosofía pasara tan fácilmente por alto
el hecho de que las primeras comunidades cristianas en lo que es hoy la
Palestina estaban compuestas casi en su totalidad por judíos que
tomaron el mensaje de Jesús aceptándolo como su Redentor. Los apóstoles
de Jesús fueron judíos todos ellos. Y hasta el primer gran perseguidor
de cristianos que bajo la influencia de los fariseos arremetió
duramente en contra de ellos y que después terminó convertiéndose al
cristianismo para ser uno de los más grandes hombres de los que puede
presumir la Iglesia Católica, San Pablo, era un judío de nombre Saulo. Si los judíos en su totalidad
como lo proclama la ultraderecha en su desquiciante propaganda
realmente hubieran sido un pueblo deicida, el cristianismo habría
terminado muerto en sus mismos orígenes por falta de quórum.
Si bien es cierto que hubo una cantidad apreciable de judíos que
hicieron suyo el mensaje de Jesús, hubo otros que no lo aceptaron, entre
ellos ciertamente los miembros del Sanhedrín. Y aunque resulta fácil
criticar a quienes no están dispuestos a cambiar la religión de todas
sus vidas, la religión de sus ancestros, la religión de sus padres, los
valores con los que fue educado, por otra religión que aunque esté
basada en mucho de lo mismo sigue siendo a fin de cuentas otra religión,
hay que meditar que un cambio de religión cuando es tomado con toda la
seriedad que amerita es un salto enorme que muchos no están dispuestos
a dar tan fácilmente. ¿Se podría confiar realmente en algún individuo
que esté dispuesto a cambiar la religión de toda su vida por otra con
la facilidad con la cual se cambia de camisa? ¿Se podría confiar
realmente en una persona con tal volatilidad de valores? Se puede,
desde luego, tratar de recurrir al gran garrote
como lo hicieron en su momento los Reyes Católicos de España,
obteniendo una conversión de religión forzada en donde no hay una
verdadera conversión genuina que resulta de una meditación sincera y una
autoreflexión profunda que lleva a la persona a dar por sí sola ese
salto enorme sin necesidad de que se requieran medios coercitivos. Si
alguien, después de haber recabado toda la información disponible a su
alcance y después de haber recabado las opiniones más educadas a las que
pueda acceder, decide convertirse en un musulmán después de haber
practicado el hinduísmo toda su vida, o si decide convertirse al budismo
después de haber sido un cristiano de nacimiento, ese alguien merece
cierto reconocimiento por un paso que no habrá sido fácil de dar, y sus
nuevas convicciones espirituales deben ser objeto de respeto aunque no
estemos de acuerdo con ellas.
Un
factor crucial para continuar propalando el mito de los judíos como
“pueblo deicida” es la labor “cultural” llevada a cabo por muchos tipos
tales como Mel Gibson:
el cual en su famosa película La Pasión de Cristo
puso deliberadamente tintes antijudíos. Esto motivó que se le acusara a
Mel Gibson de ser antisemita, a lo cual los intelectuales de la extrema
derecha que salieron en defensa suya respondieron señalando que no
había fundamentos para hacer tales acusaciones. Sin embargo, es una
verdad innegable que Mel Gibson es, en efecto, un antisemita. Esto quedó
documentado y al descubierto cuando al ponerse una borrachera que le
permitió abrir su boca de más Mel Gibson abrió su boca de más sin darse
cuenta de que las barbaridades que dijo quedarían documentadas
en el reporte policial. De este modo, el director de cine cuyas
presuntas escenas antisemitas en su famosa película eran defendidas como
magistrales representaciones de la realidad terminaron exhibidas como
lo que realmente son, inuendos antisemitas disfrazados magistralmente
pero con la obvia intención de llegar por la vía del subconsciente a los
cinéfilos. Y por la clase de comentarios que hizo al abrir su boca, no
sólo se expuso a sí mismo como un redomado antisemita. Se expuso a sí mismo como un ultraderechista.
Sus palabras textuales diciendo “Malditos judíos... los judíos son
responsables de todas las guerras de la humanidad” lo exhibieron tal y
como lo que realmente es. La acusación formulada por Mel Gibson acusando
a los judíos de una manera absolutamente generalizada
(digna de un tipo con un bajo grado de cultura y conocimientos) de ser
responsables de todas las guerras de la humanidad es exactamente la
misma acusación que formuló Adolfo Hitler en su “testamento” elaborado
poco antes de suicidarse en un acto supremo de cobardía, acusando a
todos los judíos de haber empujado a la Alemania Nazi a la guerra. Al
“testamento de Hitler” cualquier historiador serio le habría respondido a
Hitler si es que no se hubiera volado la tapa de los sesos: “¿Te
obligaron los judíos encañonándote con una pistola en la cabeza a llevar
a cabo el primero de septiembre de 1939 tu brutal invasión de Polonia
que fue a final de cuentas lo que detonó la Segunda Guerra Mundial? ¿Te
obligaron los judíos encañonándote con una pistola en la cabeza a
ordenar la estúpida invasión de Rusia con la operación Barbaroja
justo cuando Alemania estaba ya seriamente comprometida por culpa tuya
con otra guerra en el frente occidental? ¿Te obligaron los judíos a invadir Francia
para instalar allí un gobierno títere afín a los intereses
expansionistas del Nazismo alemán? ¿Te obligaron los judíos a enviar a
la Legión Cóndor
a España para llevar a cabo un bárbaro bombardeo en contra de la
población civil española? ¿Por qué insistes en culpar a los judíos por
todas tus pifias y tus errores, errores y pifias cometidos por un hombre
insano que terminó por perder por completo la razón llegando al extremo
de quitarse cobardemente su propia vida por su propia mano en lugar de
tener al menos la valentía militar de salir con un fusil afuera de su
búnker para morir con algo de honor peleando fusil en mano acompañando a
los niños alemanes a los cuales obligastes a salir a pelear en su
nombre a las afueras de Berlín? Agresor, mentiroso, cobarde, y traidor, y
al final loco (pero de cualquier manera glorificado y “exonerado” de
toda culpa por los literatos de la ultraderecha tales como Salvador
Borrego y Joaquín Bochaca). Ese es tu verdadero testamento que dejaron
no tus palabras sino tus acciones.” Y en lo que toca a Mel Gibson,
cualquier historiador serio podría responderle en este mismo momento: “Dices que los judíos son los culpables de todas
las guerras de la humanidad. ¿Obligaron los judíos a los Reyes
Católicos de España a despachar al recién descubierto continente
americano a una horda de Conquistadores-saqueadores encabezados por los
militares genocidas Hernán Cortés y Francisco Pizarro con la finalidad
de llevar a cabo uno de los mayores genocidios de la Historia cometidos
en contra de los pueblos nativos de América? ¿Cómo podrían haber sido
culpables los judíos de estas atroces invasiones si ya habían sido
expulsados de España por los Reyes Católicos desde antes del
descubrimiento de América? ¿Obligaron los judíos a los nobles de las
cortes europeas a llevar a cabo sus brutales políticas de colonización
de Africa, tales como las que practicó el genocida Leopoldo II de Bélgica? Y esto es sólo para abrir la discusión porque hay mucha más tela de donde cortar.”
Generalmente,
cuando un antisemita es lo que es por ser un ultraderechista, no puede
evitar el “tomar prestadas” otras características que distinguen a esta
clase de gente. Los ultraderechistas son, por regla general, homofóbicos
en grado extremo (algo así como el ultraderechista Gobernador de
Jalisco Etilio González Márquez
a quien los homosexuales le causan “asquito”). Y resulta que también
Mel Gibson es homofóbico; su odio atroz en contra de los homosexuales
fue revelado
por la actriz Winona Ryder cuando Mel Gibson no pudo contener su
boquita por estar borracho. Además de ser homofóbicos, son también gente
con propensión a la violencia, gente desequilibrada que pierde
fácilmente el control. Y Mel Gibson también ya dió muestras de esto con
las palizas que le puso a su esposa la pianista rusa Oksana Grigorieva
de lo cual los medios sensacionalistas han dado buena cuenta de ello.
La violencia intrafamiliar es una característica distintiva que permite
clasificar a estos seres patológicos, desequilibrados, que viven más de
mitos y de fantasías creadas por sus impulsos y desvaríos que de
realidades sopesadas con el uso acertado de la lógica y la razón. El
(mal) ejemplo dado por Mel Gibson es emblemático en el sentido de que
demuestra que esta clase de individuos muchas veces logra disfrazarse
ocultando muy bien su ideología ultraderechista porque son maestros del
engaño; a Mel Gibson no se le conocieron sus sentimientos antisemitas ni
su homofobia ni su propensión a la violencia cuando comenzó su carrera
como actor haciendo las películas de Mad Max
en Australia; del mismo modo que una gran cantidad de militantes de la
clandestina Organización Nacional del Yunque y de la sociedad secreta
Tecos de la Universidad Autónoma de Guadalajara ocultan su verdadero
rostro con una habilidad tan extraordinaria que muchas veces ni siquiera
sus novias o inclusive sus propios padres saben en lo que realmente
están metidos cuando han sido indoctrinados y juramentados dentro de
cualquiera de estas terribles organizaciones secretas, misma razón por
la cual a estos individuos no les resulta muy difícil infiltrar,
simular, engañar, desviar la atención, y fingir lo que no son
incrustándose en puestos importantes del gobierno y de la sociedad para
promover los intereses de sus cofradías. Y es precisamente esta clase de
tipos incultos los que se encargan de propagar y mantener vivos mitos
como la fantasía del “pueblo deicida” que el mismo Papa Benedicto XVI se
ha visto en la necesidad de tratar de desmitificar y tratar de ponerle
un alto al menos entre los que verdaderamente han decidido seguir las
enseñanzas de Cristo Jesús.
Todos los discípulos de Jesús que después se convirtieron en sus apóstoles eran judíos. ¿Entregaron ellos a Jesús a los romanos? Desde luego que no. La gran mayoría de aquellos sobre los cuales según los Evangelios y según la tradición Jesús obró sus milagros también eran judíos. ¿Tuvieron algo que ver con la entrega de Jesús a los romanos? Se antoja poco creíble. Y los miles que acudieron a escuchar la palabra de Jesús, sobre todo el Sermón del Monte, también eran judíos. ¿Ellos también lo entregaron a los romanos? Se antoja casi imposible de creer. Ciertamente, hubo judíos que se convirtieron en perseguidores de los primeros cristianos (que dicho sea de paso, también eran judíos igual que ellos) tales como Saulo. Resulta que el judío Saulo, el cual tuvo en sus manos la sangre del judío San Esteban, uno de los primeros mártires del Cristianismo, terminó arrepintiéndose y terminó convirtiéndose en uno de los más grandes Santos y Apóstoles del Cristianismo, el primero entre los primeros, haciéndose llamar San Pablo. ¿Tuvo algo que ver San Pablo con la entrega de Jesús a los romanos? Imposible saberlo, no habiendo estado allí, pero el hecho de que de acuerdo a los Evangelios Jesús lo haya escogido post-mortem como uno de sus apóstoles implica necesariamente que Jesús le concedió su perdón absoluto a quien habría de ser uno de sus más grandes pilares. A fin de cuentas, quienes entregaron a Jesús a los romanos fueron los sumos sacerdotes del Sanhedrín, los cuales estaban convencidos de que en Jesús no había divinidad alguna. El diferendo de los sumos sacerdotes con Jesús no fue con su doctrina de amor y paz, en contra de algo así no cabe racionalidad alguna. El diferendo de ellos con Jesús fue porque Jesús se proclamó como el hijo de Dios, que equivale a tanto como proclamarse Dios. Para quienes creen y están convencidos de que Jesús era y es el Mesías del que habla el Antiguo Testamento, sigue siendo un misterio el por qué siendo Jesús el hijo de Dios no mostró su poder en el momento en que estaba siendo sometido a juicio en el Sanhedrín, a sabiendas de que al mostrarse como un humano cualquiera se estaba exponiendo a la pena de muerte; porque en esos tiempos el proclamarse Dios o proclamarse divino sin serlo traía consigo la pena de muerte por blasfemia. En realidad, los sumos sacerdotes hicieron su papel, ayudados por los fariseos, y ellos fueron quienes entregaron a Jesús a los romanos. Acusar a todos los judíos de haber entregado a Jesús a los romanos es una generalización tan estúpida como la que hacen algunos grupos supremacistas blancos quienes acusan a TODOS los mexicanos de estar metidos en el negocio del narcotráfico por el solo hecho de que México es el principal proveedor de drogas hacia los Estados Unidos y por el hecho de que en México radican los cárteles de la droga más poderosos del mundo (el líder de uno de ellos está clasificado como uno de los hombres más ricos del mundo según la lista Forbes). Antes de incurrir en tamañas generalizaciones dejando títere sin cabeza, el antisemita neofascista debería ponerse a estudiar con seriedad un poco de Historia, habido el hecho de que estos fundamentalistas de la extrema derecha creen que lo saben todo cuando en realidad no saben casi nada excepto lo que les meten en la cabeza con tanta propaganda enajenante que se basa precisamente en generalizaciones estúpidas con poco sustento.
Los verdaderos enemigos de lo que el comentarista llama “nuestra religión” la cual no identifica pero que supondremos para fines de discusión que se trata de la religión católica, no son los judíos, los verdaderos enemigos se deben encontrar (entre muchos otros) en los numerosos sacerdotes católicos pederastas como Marcial Maciel que fueron tapados, encubiertos y protegidos por demasiado tiempo por la jerarquía católica, un fenómero social aberrante que no se dá entre los líderes de otras religiones como los mullahs musulmanes o los rabinos judíos o los obispos episcopales o los sacerdotes de la Iglesia Ortodoxa rusa. Esto, además de los excesos cometidos por la non-Sancta Inquisición en contra de personajes como Galileo y la misma Teresa de Jesús. Y la lista es amplia. Ningún judío allí. Spectator tiene bastante material documentado sobre tales aberraciones. Léalo el comentarista NACIONALISTA antes de divagar en sus argumentos torcidos y sus generalizaciones estúpicas.